martes, 5 de agosto de 2008

sin titulo

Te posaste en mi hombro y suspiraste en mi oído un llanto de alegría.
Te conté que yo vivo en un castillo, lleno de piedras del color del tiempo.
Un aleteo movió mi pelo y un silbido penetró en mi cabeza.
Espeloeé mi caballo y comencé el galope, esquivando arbustos, esquivando brumas.
Confesé mi crimen, confesé que yo les había matado con mis propias manos.
Pedí que me arrestasen, que me cortasen las manos, que me cortasen la cabeza, que me enterrasen viva.
Tumbada en la tierra, inconsciente tras la caída, la fuerte tormenta hace abrir mis ojos hacia el cielo gris, en la enorme soledad de este bosque cegado de humedad.

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